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viernes, 18 de febrero de 2011

El amor en tiempos de soya.

Hoy mi madre no comió con nosotros, porque tiene doble trabajo. Mi abuela no estaba, no había comida, así que él decidió comer de mi soya que estaba guardada en el refrigerador.

Cómo una de muchas otras cosas, a él no le parece y ni le simpatiza (ni aprueba) que sea vegetariana. Así como con mis perforaciones o ideales. Incluso con mi horario personal de vida, el debería saber que yo nací para vivir de noche. Porque soy todo lo opuesto a él.

Nací al revés.

Y por lo mismo sabe que, aunque mi madre fue quien me tuvo, siempre y desde el momento en que abrí los ojos le pertenecí.

Supongo que así es la vida, en algunas personas.

Mientras el comía, lento y grotescamente yo me dedicaba a ver las heridas de su cabeza, de sus brazos y de su cuello.

Sé que no solo son feas, sino que probablemente sus heridas internas son aún más grandes y dolorosas. Y no hablo precisamente de heridas físicas.

Me jode saber que eso, de alguna u otra manera siempre me afectó a mí. Y a que a mi edad probablemente ya tengo más del doble de heridas que él.

Pensé en todo el daño que nos había causado, y que nosotras le hemos causado a él. Cómo en mi niñez pasé de tener una linda familia a eventualmente vivir constantemente de momentos felices en una eterna guerra.
Lo amo tanto como lo odio. No lo podría explicar de otra forma.

Nunca me dolieron sus golpes físicos tanto como sus palabras, que creo siempre viviré lacerada por ellas.

Lo miraba fijamente, quería que el volteara a verme y viera en mis ojos toda la rabia guardada, toda la impotencia y el coraje.

Ja, qué idiota soy.

Cuando me vio a los ojos todo fue exactamente lo contrario.
Ya no vi al ogro, ni al padre severo y de cerrado pensar.
Solo vi a un soldado agotado por la batalla. Solitario, lastimado. Amurallado por sus propios demonios.

La mirada más triste que veré en mi vida.

Y en esos momentos quise pararme, decirle cuanto lo amaba y cuanto estaría a su lado siempre. Lo orgullosa que me sentía de que fuera mi padre, y lo agradecida que estaba de que me apoyase de esa manera tan incondicional como siempre lo ha hecho. Quise abrazarlo mucho, llorar en su hombro y apretarlo fuertemente, que entendiese que jamás lo iba a dejar. Que aunque fuera una cría tonta e inocente siempre estaría preparada para cualquier problema que tuviese que enfrentar, PORQUE JAMÁS LO DEJARÍA SOLO.

Fueron exactamente 5 minutos lo que duró nuestras miradas.

Y no pude decirle nada.

Al final solo me dijo que después de todo la soya no estaba mal. Retiró sus cubiertos para dejarlos en el fregadero y se fue a su cuarto. No respondí, solo termine de comer y como siempre, dejé mis cubiertos en la mesa. Porque también me gusta que me regañe. Me recuerda el por qué soy lo que soy.
Nunca he tenido la oportunidad de decírselo cara a cara, incluso ahora no tengo el valor para decirlo.
Te amo papá, aunque lo haga en silencio.

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